Por Eduardo Martínez Duque
Fotografías por José Antonio Fernández Arozena
Los nervios están a flor de piel. Todo debe salir como se hapreparado durante meses. La gente se arremolina en torno a las escaleras de la Plaza de la Alameda. Ante ellos, el Barco de la Virgen se yergue imponente, con su cubierta poblada de decenas de personajes ataviados a la usanza de otra época.
Suenan tambores. De las tripas del barco brota un grupo de tamborileros que marcan a golpe de baqueta su propio paso hasta situarse en el espacio que queda entre el público y el barco, y que será escenario del primer acto de esta obra.
Paran los tambores. La expectación es máxima. Una megafonía irrumpe de pronto, narrando a los presentes que nos encontramos en el verano de 1553, en pleno apogeo de la ciudad de Santa Cruz de La Palma, tercer puerto en importancia del Imperio Español. El capitán François LeClerc, temido corsario francés, decide atacar la ciudad con sus 13 navíos y un ejército de 700 hombres.
El barco vuelve a dar a luz a nuevos personajes. Esta vez son dos filas de soldados uniformados en blanco y azul, armados con picas y arcabuces que marchan al son de los tambores. Les acompañan marineros de baja estopa, piratas en el sentido más estricto de la palabra, mal encarados y que interactúan con el público. Pone la guinda una comitiva final, encabezada por Jacques de Sorés, segundo del capitán y su interlocutor en tierra, al que llaman “El Ángel Exterminador” por sus infames tropelías a ambos lados del océano Atlántico.
Se hace el silencio. Desde lo alto del puente de mando, una voz altiva resuena con fuerza: “Mi nombre es François LeClerc”.
Abajo, entre el público, las gargantas se vacían. Un niño con un parche pintado en el ojo y espada de juguete al cinto es incapaz de cerrar la boca. El asombro le ha cogido fuerte y no le suelta. Y así va a ser a lo largo de toda la obra, que discurrirá de norte a sur de la ciudad, siguiendo localizaciones históricas que recrean de una manera didáctica y divertida una invasión corsaria que se llevó el oro y el esplendor de aquel puerto de renombre, pero que dejó el poso de una defensa heroica de lo nuestro, comandada por la figura legendaria de Baltasar Martín, de quien se dice que echó a palos a los invasores.
Porque no son sólo afamados corsarios franceses los que se llevan la atención del público en esta obra teatral. Personajes como el mencionado Baltasar Martín, un simple pastor que en cuanto se enteró en su natal Garafía del ataque, se dedicó a reclutar a cuantos quisieran unirse a él mientras recorría media isla para plantar cara a los franceses. Y vaya si lo hizo. O la célebre Melchora de Socarrás, mujer de noble cuna y bravo carácter, esposa del regidor de la ciudad, que se negó a abandonar su casa y acabó por enfrentarse ella sola a los corsarios blandiendo una botella. O Juan Ángel, temerario isleño que decidió tomarse la justicia por su mano y pasar a cuchillo al mismísimo sobrino de LeClerc, sin pararse a pensar en las terribles consecuencias de tamaña decisión.
Una obra teatral compuesta de un centenar de caras jóvenes y espíritu fresco, como jóvenes y frescos son sus creadores, de los que pocos pasan de la treintena, y que decidieron un buen día, hace ya cuatro años, esbozar un guión teatral y echarse a la calle disfrazados de época, sin más pretensiones que divertirse y divertir, dinamizar la ciudad y divulgar la historia, siempre sin ánimo de lucro y con la ilusión de crear algo grande, algo diferente.
Cuatro años después, la fiesta ya se ha consagrado. De unos pocos amigos y familiares viendo el debut, a los varios miles de personas que abarrotaban las calles el año pasado. El Día del Corsario ya arrastra su propia idiosincrasia, y cada año se ven más anónimos entre el público vestidos de magos y corsarios, queriendo formar parte de una fiesta cultural diferente.
Es algo que ha salido espontáneamente del pueblo, que se hace con la labor desinteresada de un centenar de voluntarios organizados como Asociación Cultural Día del Corsario, y con el aplauso incondicional de los miles que ansían que llegue, otro año más, François LeClerc con su flota y sus corsarios para revivir la historia.
Ya cae la noche sobre las calles de la ciudad. La obra finaliza con Baltasar Martín a hombros de sus leales, que alzan sus lanzas al cielo dando vivas a la isla de La Palma, a la que han librado del yugo francés. Los vítores dan paso a la fiesta que da colofón al acto, con conciertos de grupos locales y música de taberna en los bares. La vieja ciudad revive bulliciosa por un día, revive con un hecho triste de su historia, al que los palmeros, con su particular forma de ser, dieron la vuelta para hacerlo célebre.
François LeClerc hizo arder la ciudad hasta sus cimientos antes de marcharse en busca de otros puertos que saquear. Hoy, cinco siglos después, un grupo de jóvenes ha prendido una llama distinta. Una llama de esas que sí merece la pena avivar.