Por Álvaro Morales

Fotos por Rubén Grimon

No es que Lawrence de Arabia surja de repente entre arenas desérticas; tampoco nos equivocamos de Isla y arribamos a Fuerteventura; ni siquiera el nombre nos debe confundir ni llevar a La Gomera o el Reino Unido: estamos en Gran Canaria, en el Sur, en un lugar de ensueño, mítico, cerca de un oasis finalmente salvado y un faro legendario. Playa del Inglés, en Maspalomas, con sus dunas dignas de patrimonio mundial, sus cristalinas y calmadas aguas y sus servicios turísticos de primer orden suponen un culmen en la oferta del litoral canario. Ni lo dude.    

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Maspalomas, su faro y la ya más que famosa Playa del Inglés forman parte de cualquier postal que intente difundir de verdad los encantos de Gran Canaria y el Archipiélago en general. Desde hace muchas décadas, este emblemático enclave del Sur grancanario es un referente internacional del turismo de sol y playa, con las legendarias dunas y las infinitas caminatas por la fina y dorada arena junto a un más que apetitoso Atlántico como atractivos sobrantes y convincentes. Sin embargo, y por mucho que pase el tiempo, que haya crecido a la enésima la oferta de hoteles y servicios, que la ocupación sea casi desbordante y la presencia de bañistas, de récord, el lugar tiene algo especial, diferente, auténtico, sustancial, profundo. Un halo. Es como si la sensación de soledad, de simbiosis con la naturaleza, con la brisa, la arena, el desierto, el infinito azul y los contrastes continuos, de noche y de día, resultase inevitable, aplastante, demoledora. Solo basta con comprobarlo in situ: se acaba repitiendo, créanlo.

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Una playa impresionante por dimensiones, limpieza, fina arena, servicios (hamacas, parasoles, bares, ocio acuático, seguridad cuidada…), mar generalmente en calma (muchas veces con deliciosas planicies), con zonas para nudistas y largos paseos hasta el mítico faro junto a innumerables dunas no menos legendarias y catalogadas como Reserva Natural Especial, pero dignas casi de Patrimonio de la Humanidad, justifican de sobra cualquier viaje no al Sur grancanario o a esta Isla en concreto, sino al Archipiélago en su conjunto. Por mucha gente que haya, es muy fácil disfrutar casi en soledad en la inmensidad de la arena de playa y en el interior de un mar de dunas que, en clara y sana competencia, a veces deja en mal lugar al océano anexo y otras veces resulta la excusa perfecta para adentrarse luego, tras tostarse bien al sol, en aguas cristalinas, transparentes, con alguna zona en la que extremar la atención, pero con muchas partes del año con unas mareas que invitan a recrearse en el placer del baño, de la natación auténtica, del disfrute real del agua salada, los roces solares, las vistas y las ganas de cerrar los ojos al poco y sentirse pleno, auténtico, realizado. Una verdadera experiencia de ocio sin aditivos. Descanso de verdad.

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Al tratarse de la cuna turística de Gran Canaria, motor económico clave del amplísimo municipio de San Bartolomé de Tirajana, llegar hasta este enclave resulta bastante fácil y la autopista y vías anexas no paran de señalizarlo y contribuir a ello. La amplia, variada y selecta oferta alojativa y de ocio, con múltiples opciones nocturnas y diurnas, resulta acorde con la riqueza natural que le dio sentido, pero los dos kilómetros de extensa playa, con 100 metros de ancho en los tramos sin las dunas, son un regalo para la vista, los pies, el necesario descanso y, en definitiva, para el alma, por muy quemada que esté desde hace mucho esa metáfora.

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El cuidado paseo que baja y sube anexo a la cala principal permite vistas panorámicas espectaculares, por lo que no debe extrañar que se multipliquen las fotos y los típicos tomavistas azules. Desde el extremo izquierdo con la mirada fija en el Atlántico cercano a África y con dos pequeñas calas protegidas muy coquetas y más hoteles que se pierden en esa franja, un dique marca el comienzo de una playa para el recuerdo y la vuelta. Es la Playa del Inglés. Se trata de la zona más ancha, repleta de parasoles azules y hamacas amarillas, combinación nada caprichosa de los colores de la Isla, que resumen el sol, el cielo y el mar de ensueño en el sur que la caracteriza. También hay diversos bares y otros muchos servicios dignos de un referente de las Islas. Tras unos 300 metros, en los que ya se prodigan los paseantes y corredores que refrescan su ejercicio con las tranquilas olas que extienden y descansan su existencia en la orilla, se abre un mar de dunas igualmente inolvidable. Un mini desierto sorprendente que invita a perderse, esconderse, hacer travesuras; solo, acompañado, como guste. A jugar con las salteadas piedras volcánicas y hacer refugios del viento, ampliar la intimidad y la sugerencia, escribir nombres y mensajes, dibujar figuras imposibles, oníricas, realistas o muy personales: porque sí, es un lugar muy personal, para reflexionar, pararse: volver.

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En este primer tramo, se sitúa la parte nudista, mundialmente famosa y refugio de libertad incluso en tiempos de oscuridad política española, aunque los riesgos se pagaban caro si la caspa irrumpía o la avisaban. Incluso hoy, hay gente que no lo pasa bien al pasar por aquí, pero la libertad, por suerte, triunfa de forma más que holgada. Desde aquí, y con las montañas de arena desértica que llaman dunas agigantándose muy cerca, la playa se estrecha, pero no solo se convierte en un paseo de lujo, sino que permite clavar en cualquier sitio la bandera personal en forma de parasol, toalla o simple ropa desquitada de improviso porque el océano llamaba demasiado: fuerte, potente, apetitoso, irresistible, arrebatador. Y así hasta más de kilómetro y medio de placer duocolor, con un amarillo penetrante y un azul de mar que no para de invitar también a penetrar, a hacerlo en él. En ese agua semi caliente en verano y más que aliviadora en buena parte del resto del año. Con tramos en los que se hace mucho pie hasta que no se puede más y casi a cualquiera le suele dar por emular a los delfines con introducciones de cabeza. Un verdadero placer, aunque se esté lejos de formar parte de selecciones de natación sincronizada. Los hay que penetran mucho en un Atlántico calmado y, si bien siempre conviene estar atentos a cualquier corriente repentina, es verdad que estos dos kilómetros resultan más que tentadores para eso y mucho más. El paseo dorado, con múltiples y espontáneos compañeros de viaje a pie en el mismo sentido o contrario, se alarga mientras se divisa el célebre Faro de Maspalomas, una de las capitales mundiales de la tolerancia sexual y mental. Antes de su imponente figura, también se suceden varias zonas de baños más protegidos y, luego, la oferta de calas, entrantes y hoteles se prolonga. Sin embargo, lo mejor es que, si nuestro hospedaje o instrumento de movilidad lo dejamos al principio, aún queda volver. Y no será solo esa placentera vuelta. Seguro que vuelve más veces en su vida. Créanlo. Créanlo de verdad.