Por Laura Pérez Yanes

Fotografías por Rocío Eslava

Apenas 15 minutos en avión separan a la isla de Madeira del pequeño refugio dorado de Porto Santo. Conocida por su extensa playa de aguas color turquesa, esta porción de tierra de poco más de 40 kilómetros cuadrados alberga una construcción muy peculiar: un molino que contiene la memoria de la isla en numerosos utensilios empleados por los portosantenses en tiempos de duro trabajo e ingenio.

La memoria de Porto Santo permanecía dispersa en los recuerdos individuales de sus habitantes y en multitud de fragmentos de enseres y herramientas hasta que la pasión y el empeño de uno de sus vecinos transformaron esos pedacitos de historia en una construcción muy peculiar: el Museo Cardina.

Construido sobre una planta octogonal, simulando la de los antiguos molinos de la isla, este museo, ideado y construido por Jose Cardina en la aldea de Camacha, alberga una maravillosa y singular colección de utensilios empleados por los portosantenses en décadas y siglos pasados como método, casi desesperado, de supervivencia.

La planta octogonal divide el museo en ocho secciones que convergen, en el centro de la sala, en un gran molino construido por su fundador. En el pasado, hasta un total de 41 molinos salpicaban el paisaje de Porto Santo y, precisamente, la pieza más antigua del Museo Cardina pertenecía a uno de ellos. Se trata de una gran rueda de piedra de 300 años de vida que hoy se expone en la blanca pared como símbolo de años de extenuante sacrificio e ingenio.

Cuenta Isabel Melim, hija de Jose Cardina, que en aquellos años no podía desperdiciarse nada “porque había mucha hambre”. En una isla tan pequeña y áspera, los recursos eran escasos y debía aprovecharse cada gota, cada grano. Esta joven de pelo negro y ojos pequeños nos explica que antes de que el turismo y las mejoras en el transporte hicieran despegar la economía de la isla, los molinos eran esenciales para vencer la escasez. Gracias a ellos se molían los cereales y se elaboraba el pan que saciaba –o más bien engañaba– el apetito.

Solo se hacía pan una vez al mes. Se utilizaba un horno de piedra calcárea –que puede verse en una de las ocho secciones del museo– para hacer el famoso bolo do caco, un pan de aspecto circular y plano, típico de Porto Santo, que se suele acompañar con una deliciosa mantequilla de ajo. A medida que pasaban los días, el pan perdía su esponjosidad, por lo que a partir de la tercera semana se mezclaba con lo que había (vino, leche o agua) y, en la última semana del mes, se tostaba. Así “se aprovechaba todo al máximo”.

Tampoco escapaba del ingenio que acompaña a la necesidad otro de los productos históricos de la isla: el vino. En el lagar, para extraer la máxima cantidad de mosto posible, una parte cordada terminaba de prensar la uva cuando los pies no podían más.

No obstante, el agua –o más bien su ausencia– ha sido el gran protagonista de la historia de Porto Santo. En esta pequeña porción de tierra del Atlántico, llegó a haber hasta 16 fuentes, de las que hoy se conservan aproximadamente la mitad. Todas ellas –aunque, eso sí, en tamaños bastante más reducidos– se encuentran en la segunda planta del museo, donde se exponen las maquetas elaboradas por el propio Jose Cardina.

Con nombres que apelan a lugares o personas, cada una de esas fuentes es un símbolo de la realidad, no tan lejana, que se vivía en Porto Santo. Hoy tres de ellas se esconden entre los jardines y construcciones de la capital, Vila Baleira, y algunas, como la Fonte da Vila, siguen en funcionamiento.

En el museo hay un total de unas 300 piezas: 300 aperos de artesanos, pescadores, agricultores y carpinteros que se han convertido en testimonio y patrimonio de una parte indispensable de la identidad de sus habitantes.

Y ese número seguirá creciendo, porque Jose Cardina, asegura su hija, continuará poblando de objetos abandonados o perdidos el interior de esas paredes para evitar que el tiempo vuelva a cubrir de olvido la memoria de Porto Santo.