Por Galo Martín Aparicio

Fotografías por Daniel Martorell

En el cabo Roncudo hay tres cruces sin nombre. Están clavadas en las rocas en memoria de los marineros y mariscadores que el océano se tragó. En esta punta de la Costa de la Muerte, a poco más de tres kilómetros del pueblo de Corme, se agarra el mejor percebe de Galicia, el que es rojo y carnoso. De coger este crustáceo viven los percebeiros, hombres y mujeres que no temen al mar que ruge y bate las rocas en las que el percebe crece igual que la hierba en el monte.

Es verlos y resoplar. El trabajo de los percebeiros recuerda al de los especialistas de los efectos especiales en el cine, pero sin red de seguridad sobre las rocas. El traje de neopreno que visten les amortigua los golpes y los abriga del agua fría y las bajas temperaturas. Calzan una botas de lluvia cortadas por la mitad para evitar resbalones y pinchadas de púas de erizo. La capucha no se la ponen porque al mar hay que verlo y oírlo. Es un uniforme de trabajo que combina remiendos e inteligencia.

Cuando el mar toma aire, entre batida y batida, aprovechan para coger el percebe. Lo separan de las rocas haciendo palanca con la ferrada, un palo de madera de eucalipto, rematado por una hoja de acero encajada a presión. Con otro rápido movimiento guardan el botín (hasta cinco kilos por cabeza) en una malla de red que cuelga de sus cinturas. El tiempo del que disponen para hacerlo es entre una hora y media antes y una hora después de la bajamar. Para favorecer su regeneración el percebe se trabaja en barbecho y los de menos de cuatro centímetros de largo no se pueden coger (ni vender) por inmaduros.

El percebe es una criatura fea y extraña, por ese orden. No tiene ni ojos ni corazón y es hermafrodita. Para reproducirse usa su órgano masculino, que mide el doble que su cuerpo. Su tamaño oscila entre los cuatro y los doce centímetros de largo. Se fija a las rocas, formando piñas, mediante un pedúnculo carnoso protegido por una piel fuerte de color negro. El otro extremo termina en una uña formada por varias placas, donde se encuentran sus órganos vitales. Por medio de una pluma filamentosa, que se asoma por esa uña, se alimenta del fitoplancton de las aguas que baten las olas y se hace con el oxígeno disuelto en el agua. Cuanto más batida y fría, más cantidad de oxígeno hay y mejores percebes se crían. Y esas condiciones se dan en las rocas cercadas del Roncudo.

A las piedras de ese cabo los percebeiros solo pueden bajar en diciembre y en julio. El primer fin de semana de ese último mes se celebra una fiesta en Corme para su exaltación. No todos los percebes tienen su sabor, a mar rico, ni su tamaño, el de un dedo gordo del pie. “Antes diez percebes de esas piedras eran un kilo”, cuenta Maricarmen (63 años), patrona mayor de la Cofradía de Pescadores de Corme. Hoy hace falta alguno más y su precio solo sabe subir. El 22 diciembre de 2018 en la lonja de La Coruña el kilo de percebe se vendió a 235 euros. El 27 de ese mismo mes en Mercamadrid (la mayor plataforma de distribución, comercialización, transformación y logística de alimentos frescos de España), el percebe gallego se vendió a 370 euros el kilo. “Pero no se trata del percebe que se coge en esos dos meses, se trata del que se coge todo el año”, explica Maricarmen.

Los mariscadores de Corme recuerdan cuando el percebe era la comida de los pobres y lo cogían las mujeres. Los hombres estaban faenando en alta mar y pasaban muchas mareas fuera de casa. Durante esas ausencias las madres criaban a los hijos y mariscaban. Hasta que ellos se cansaron de ser unos extraños para sus vástagos y empezaron a bajar a las rocas con ellas. En esta villa marinera coruñesa, que se deshabita entre bajamares y pleamares, hay dinastías de percebeiros. Linajes que lo apuestan todo a la ruleta del Atlántico, siempre mirándolo de frente, con el oído afinado y las manos rápidas.

“A mí lo que me convencería sería un dron que apañara el percebe. Y un segurito, para que cuando se jodiera me dieran otro”, dice José, apodado Cartón (38 años, desde los 21 cogiendo percebes), al tiempo que simula estar pilotando uno. Mientras tanto los percebeiros seguirán aceptando que el mar les da y les quita.