Por Jesús Villanueva Jiménez

Desde el 26 de enero de aquel año de Nuestro Señor de 1797, sépalo vuestra merced, se hallaban fondeadas en la rada de Santa Cruz las fragatas de la Compañía de Filipinas San José (más conocida esta como La Princesa) y la Príncipe Fernando, cuya valiosa carga de oro, plata y otras mercaderías, valorada en un millón doscientos mil y seiscientos mil pesos, respectivamente, había ordenado el señor gobernador, don Antonio Gutiérrez de Otero, bajar a tierra y poner a buen recaudo. Prudente decisión, dado que, desde que estábamos en guerra con los ingleses, sus barcos merodeaban nuestros mares como tiburones en busca de presas. Siempre previsor el viejo general, también había mandado al segundo piloto de La Princesa, don Juan Jacinto Istueta, que a bordo del bergantín Nuestra Señora de la Paz, del tráfico del Archipiélago, partiera a la península a informar a la dirección de la Real Compañía sobre la situación de sus barcos, con el fin de evitar alarmas innecesarias.

No hubo nada digno de referir desde entonces, hasta la madrugada del 18 de abril, que hoy me trae la memoria.

Parecía en calma la madrugada, pero no nuestras tripas, la de mi Maruja y la de un servidor. Maldito pescado el de la cena. Mire que se lo dije a Maruja: «Me sabe raro este bicho». Y por toda respuesta le echó encima otro chorro de limón. Así que allí estábamos los dos, con las entrañas perjudicadas, sin poder pegar ojo, contemplando la oscura bahía desde el balcón de nuestra casa, en la calle de la Marina, a unos pasos de la Alameda. Cuando de súbito, pudimos apreciar entre la negrura varios fogonazos de pólvora incendiada, y al segundo el sonido de los disparos, así como un griterío llegar desde la rada. Algo sucedía, y nada bueno, al menos en uno de los barcos fondeados. A los pocos minutos, vimos correr a militares en dirección al castillo principal, y al mismo general Gutiérrez, y a un centenar de paisanos, con garrotes y algunas viejas escopetas de caza. Yo mismo hubiese corrido al muelle, de no considerar imprudente el alejarme mucho del cubo, presto para esos humanos menesteres.

Una fragata había sido atacada por enemigos y remolcada mar adentro. Las baterías del castillo de San Cristóbal y las de la punta del muelle abrieron fuego incesante, enseguida se sumaron las de la Concepción, San Telmo, San Francisco, San Juan, San Antonio y Paso Alto. El estruendo era ensordecedor y el fuego de los cañones iluminaba la bahía. Por desgracia, no se pudo evitar que la fragata Príncipe Fernando, apresada por los ingleses, se adentrara en el océano. Maldita madrugada.

En efecto, como nos cuenta nuestro anónimo amigo, la madrugada del 18 de abril de 1797, la expedición británica formada por las fragatas Terpsichore y Dido, al mando del capitán Richard Bowen, amigo personal de Nelson, aprovechando la oscura noche sin luna, logró hacerse con el buque español. Se echaron seis botes al agua, con ochenta hombres armados, y pertrechados para el abordaje con garfios y escalas, que sorprendieron a los somnolientos marineros de guardia. Aquello no fue más que un ensayo, según los planes del idolatrado marino de Burnham Thorpe.