Por Concha de Ganzo. Fotografías por Selu Vega y José Chiyah Álvarez

Lisboa es como un barco varado. Un galeón que alguna vez se extravió por el río Tajo y cerca de su desembocadura dejó que sus tesoros quedaran al descubierto. Despojado de la arena somnolienta, de las arrugas traviesas del tiempo, van apareciendo sus monedas de pirata, los azulejos brillantes y todos sus perfumes, desde las hermosas buganvillas que cuelgan como collares de perlas a la ristra de bacalaos secos que decoran las viejas tiendas de ultramarinos. Entonces, solo hay que tener el sosiego suficiente para escalar cumbres, enredaderas y dejar que la corriente, que los pasos perdidos terminen por llevar a algún sitio. Lisboa es sobre todas las cosas un buen lugar para recorrer sin prisas y hasta sin mapa.

Merece la pena dejarse atrapar por su luz y sus contrastes. En cualquier esquina puede aparecer un edificio con la pintura raída, cuarteada, y, sin embargo, sin saber bien por qué extraña conjunción de juegos malabares, la imagen final resulta cautivadora. Como esa ropa tendida que aparece sin sonrojos por la mayor parte de barrios de la ciudad, en una amalgama de colores, de pinturas que cuelgan de ventanas y balcones. Y justo ahí, en ese espacio que lleva a otro tiempo, se cuela una tienda con los diseños más innovadores, la apuesta trepidante de un grupo amplio de creadores portugueses por ofrecer otro matiz, la cara radiante de una capital que se mueve, se agita, sin renunciar a su pasado, a su identidad, a los azulejos que serpentean por los edificios en una muestra más de su memoria, de sus raíces.

Y una vez que queda claro que este viaje representa la tentación de lo inesperado, hay que subirse, de forma obligada y placentera, a uno de sus famosos tranvías amarillos; el número 28 se puede coger en la plaza de Martim Moniz y desde ese mirador ambulante que atraviesa el corazón de uno de sus barrios imprescindibles, Alfama, se empieza a entender la atracción que ejerce la capital lisboeta.

El laberinto de casas de tejado rojo se extiende sobre una de las pendientes más retorcidas. Al ritmo lento del tranvía se puede ver y disfrutar, desde este balcón con vistas, de la catedral y del Panteón Nacional, con su enorme cúpula. Justo al lado se encuentra el famoso mirador de Santa Lucía. Desde esa terraza se puede contemplar una panorámica magnífica de Alfama y del Tajo, y formando parte de esa escalinata que desciende en busca del río, las siluetas elevadas de la iglesia de San Esteban, las torres blancas de San Miguel y la cúpula de Santa Engracia.

En cualquier esquina puede aparecer un edificio con la pintura raída, cuarteada, y, sin embargo, sin saber bien por qué extraña conjunción de juegos malabares, la imagen final resulta cautivadora

Una vez que se abandona este laberinto de rincones para recordar –ese animal mitológico desbocado, como definió al barrio José Saramago–, hay que seguir en esta búsqueda constante por otros itinerarios en los que perderse y disfrutar.

Lisboa también es modernidad, atrevimiento, música que suena a fado y a nuevas voces de jóvenes que se lanzan a cantar delante del elevador de Santa Justa, una de las atracciones turísticas con más demanda, sobre todo porque desde lo alto se puede divisar la imagen más amplia de la capital portuguesa. Y a la salida esperan otros barrios por recorrer en tranvía o a pie. Como el Chiado y el Barrio Alto, tal vez las zonas más comerciales de la capital portuguesa, en las que tomar café y por supuesto deleitarse con un magnífico pastel de belém, uno de los dulces más sublimes de la gastronomía del país.

El camino de baldosas amarillas de Oz se presenta en esta ciudad como una sucesión de recovecos inesperados. El trazado de este laberinto siempre despierta una sensación extraña: la de estar delante de un territorio aún por descubrir.