Por Galo Martín

Fotografías por José Chiyah Álvarez

En las cimas de la sierra el agua emana de las fuentes. Para evitar que se perdiese en los barrancos, en el siglo XVI los habitantes de esta isla portuguesa comenzaron a construir acequias. De esta manera el preciado líquido se repartió entre valles y laderas. Estos canales, denominados levadas, todavía riegan los campos de cultivo y jardines, además de abastecer a los pueblos y generar electricidad. En paralelo a este sistema de irrigación discurren unos caminos por los que los senderistas se adentran en la gran mancha verde que es Madeira.

El control del agua para su aprovechamiento siempre fue una necesidad y un dolor de muelas para los vecinos isleños. La aventura del agua comienza en los picos de la orografía local. En el techo de este jardín flotante del Atlántico se encuentran las fuentes y los manantiales. Canalizar hacia el sur los chorros de aquellos surtidores naturales fue una conquista a la montaña, sorteando acantilados y barrancos, sobre los que antes de construir estas acequias el agua se precipitaba y se perdía. Gracias a este sistema de canales el cielo y el mar contactaron y se pudo hacer uso del agua para regar los campos y dar de beber a los lugares secos de la isla.

Las levadas son los vasos sanguíneos abiertos en el suelo de Madeira. Un circuito de 2150 kilómetros ideado con ingenio y construido de manera encomiable. Las hay rasgadas en las rocas sobre abismos, otras excavadas en las montañas por medio de túneles. No solo tuvieron que salvar un importante desnivel, entre los cero y casi dos mil metros de altura, sino que tuvieron que hacerlo con un equipamiento y unas técnicas rudimentarios.

Pegados a las acequias hay unos caminos que los trabajadores usaron durante las obras de construcción para transportar las herramientas y los materiales que emplearon para levantar este sistema de irrigación. Se las conoce como esplanadas y su anchura varía, desde senderos amplios hasta veredas en las que apenas caben dos personas. Los trazados de estos caminos se adentran en el bosque de laurisilva, el gran patrimonio natural de Madeira.

Los paseos que discurren pegados a las acequias hacen las veces de miradores del vertiginoso interior de la isla. Huelen a naturaleza, con un hilo musical que suena a los trinos de los pájaros y al agua que corre y que cae. Líquido cristalino por el que nadan a contracorriente las truchas arcoíris. El paisaje está envuelto de vegetación endémica, con rosas y geranios de monte, e impregnado de humedad. Cada levada tiene su tesoro; la laguna de las Veinticinco Fuentes, la pequeña caldera volcánica de Fanal, el lago Caldeirão Verde, túneles y las ruinas de aquellos molinos que molían el cereal con la fuerza del agua antes de que se pusieran a funcionar estas regaderas.

Si andar es el verbo que más se practica en Madeira, a la vera de las levadas es por donde más se camina. Un recorrido que une la naturaleza con el ser humano.