Por Aarón Rodríguez González

Fotografías por José Chiyah Álvarez

Lanzarote es especial. Sus muchas singularidades naturales, casi siempre hostiles, han condicionado la forma de vivir de la sufrida población conejera, que, en su lucha por salir adelante, ha impreso con fuerza su huella en el alma ardiente de la Isla. La tierra de los volcanes exhibe su belleza natural y su ingente patrimonio cultural, coqueta, segura de su carácter único, a lo largo y ancho de sus centenarios caminos.

Comenzamos el recorrido de este mes en la plaza del municipio de Haría, uno de los más bellos de una isla ya de por sí cautivadora. Seguimos las indicaciones del GR-131, por la calle Elvira Sánchez, junto a la Casa-Museo de César Manrique, y poco después abandonamos el pueblo por una senda de tierra. A continuación, subimos por el valle de Malpaso, orlado de bancales que trepan por las laderas, hoy abandonados: testimonios vivientes del grado de aprovechamiento del terreno que se alcanzó en el pasado. Durante el ascenso, las vistas sobre la fértil vega de Haría, un oasis rodeado de colinas y adornado por cientos de palmeras, nos embrujan. El volcán de la Corona, con su rotunda y hermosa figura, nos recuerda que no nos encontramos en algún valle recóndito extraído de Las mil y una noches, sino en las Islas Canarias.

Al llegar a la cima, el itinerario nos regala nuevas y excepcionales panorámicas con las que deleitarnos: dominamos, a nuestra izquierda, el valle de Temisa, con la localidad de Tabayesco en su centro. Más allá, la mirada alcanza el pueblo de Arrieta, que descansa a la orilla del mar. Proseguimos el camino en dirección a la ermita de las Nieves, dejando a nuestra derecha la entrada hacia Peñas del Chache, punto más elevado de la Isla. Tras superar el cruce, descendemos con suavidad en dirección hacia una atalaya natural que corona los acantilados de Famara. La vista desde este lugar corta la respiración. A nuestros pies, la bahía de Penedo y la caleta de Famara. Más allá, al otro lado de las llanuras, el pueblo de San Bartolomé y, en el horizonte, las montañas del Fuego. A nuestra espalda asoman, tras los acantilados, los islotes del Archipiélago Chinijo. Comenzamos a descender con suavidad hacia la primera capital de Lanzarote: la monumental villa de Teguise. Desde la Vega de San José observamos el castillo de Santa Bárbara, sobre el volcán de Guanapay, que durante siglos sirvió de fortaleza y refugio en los tiempos en que los piratas asaltaban la Isla. Teguise, varias veces incendiada en estos ataques, ya no es la capital, pero no ha perdido un ápice de su belleza ni de su aroma a villa añeja, que se intensifica a medida que nos adentramos en su corazón y nos acercamos a la plaza de la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, parroquia matriz de la Isla de los Volcanes. Aquí, a la sombra de un templo con casi seis siglos de historia, finaliza nuestro recorrido de este mes.