Por Ángeles Jurado

Miguel plantó su metro veinte de humanidad tostada por el sol en mitad del pasillo de la guagua. Mor acababa de detenerse frente a la zona de salidas del aeropuerto Léopold Sédar Senghor y nosotros nos preparábamos para recoger nuestros equipajes. Él se hizo un hueco entre nuestras voces y ajetreos, esperando con paciencia el final de la retahíla de despedidas adultas, y nos detuvo la salida en tromba de la guagua pidiendo la palabra.

“No me voy a despedir…”, empezó con su voz aguda de siete años tirando a ocho a punto de romperse. Y concluyó con un resuelto “porque yo me quedo”, mientras miraba devotamente a Tish, Donat y Fred, nuestros guías.

Dakar nos despedía con una lluvia mansa y tibia que encharcaba las infinitas escaleras al monumento al Renacimiento Africano, un descomunal despropósito dorado de factura norcoreana, a mayor gloria del expresidente Abdoulaye Wade. Fue nuestra última postal del viaje de seis días a Gambia y Senegal que realizamos la primera semana de septiembre del año pasado. Una postal animada, en una esquina, por una vendedora de collares de abalorios que nos acosó entre risas en la puerta de la guagua y que acabó regalándole una pulsera a Miguel. Con ella ya acumulaba siete en su mochila. Marcaban su paso por el hotel en Serekunda, el puerto de Banyul y el bosque sagrado de Makasutu, en Gambia, y por las islas de Fadiouth y Gorée y el lago Rosa, en Senegal.

“Lo que más me gustó del viaje fueron Tish y Fréderic”, confesó Miguel, ya en el avión, a punto de dormirse de puro cansancio y nostalgia. Nos separaba apenas una hora del momento de la guagua y ya parecía que sucedió en otra vida. Dos horas después, el vuelo de Binter nos depositaba en Gran Canaria, cargados con batiks, máscaras de madera y picaduras de mosquito.

Al rememorar la experiencia, Luis hablaría del enorme camión 4×4 que nos llevó desde Barra, en Gambia, a la reserva natural senegalesa de Fathala y después hasta Toubakouta, donde cogimos la piragua al santuario natural de Keur Bamboung. Eduardo preferiría rememorar sus encuentros con los cangrejos de pinzas desproporcionadas que se asomaban a las arenas en las que varamos o la persecución a las huellas de una hiena en Palmarin, encaramados en un carrucho prendido a un famélico caballo. El atardecer se encendía con unos colores gloriosos y nosotros cruzábamos baobabs y espinos, baches y salinas, entre risas que desafiaban a una incipiente y mágica luna llena. Sabina recordaría cómo quiso adoptar todos los animales con los que se tropezó por el camino, desde los pájaros tejedores y los mandriles de Makasutu al varano que se deslizó por una duna de Keur Bamboung y los cerditos que recostaban sus lomos entre las ubres de sus madres y las paredes de cemento y conchas de Fadiouth. Daniel mostraría sus fotos de las calles arenosas de Gorée y la tablilla de madera que Tish le regaló, con una escena de mujeres moliendo la comida en sus morteros, trazada con especias y arena.

Experiencia única

Cuando surgió la oportunidad de viajar con el club de lectura de Casa África hasta Gambia y Senegal y nos decidimos a meter en el avión a pensionistas, adultos, adolescentes y niños, no sabíamos que nos esperaba una experiencia única, amasada con cariño y profesionalidad por tres guías senegaleses especializados en ecoturismo. Tish, Donat y Fred nos regalaron vivencias excepcionales que no entraban en el itinerario inicial ni podían pagarse con dinero.

El ritmo de un djembé que se metió en la sangre de Miguel y cuyo patrón todavía repite sobre los muebles cuando se queda solo jugando en el salón. La nostalgia de retornar a una cabaña en lo alto de una loma de arena, escuchando a los peces que saltan en el manglar y barruntando una tormenta épica. Los mercados. Los niños endomingados para el Tabaski. Las termiteras gigantes devorando a los árboles.

Solo una vacuna contra la fiebre amarilla y un tratamiento antimalaria fueron necesarios para pasaportarnos a una experiencia única: para que dos niños y dos adolescentes pudieran escalar el perfil de una palmera como hacen los artesanos que se dedican a extraer de ellas el vino; para que margullaran en un manglar con los escarpines rozando un ecosistema único, delicado y protegido, en el que caracoles gigantes perseguían a igualmente desproporcionadas ostras. Con el pasaporte en vigor, pero sin trámites de visado. Bebiendo mucha agua embotellada, eso sí, y rehuyendo las ensaladas y la verdura no cocinada que se lava con el agua local. En el caso de Miguel, con la dieta algo encajonada en el arroz y los espaguetis, a la que se añadían los tardíos mangos y algún plátano marfileño.

Hemos decidido regresar este año. Probablemente en diciembre y pasando por Casamance. De nuevo, con CanariasViaja y Ecotours Senegal. Y a ser posible, con más niños y más pensionistas y más gente que, en principio, no se imaginaría plantando la huella en la playa de Tandji, pero a la que esa vivencia le cambiará la vida.