Por Astrid da Silva

“Para conocer Marruecos de verdad tienes que visitar las ciudades imperiales”, fue lo que dijo el guía que nos acompañaba en Marrakech. Después de darle muchas vueltas decidimos que no nos iríamos sin conocer, al menos, la más antigua de todas: Fez.

No sabíamos nada del lugar ni qué íbamos a encontrar allí. Simplemente cogimos un coche de alquiler, pusimos el GPS y, tras cinco horas y media, llegamos al arco azul monumental que da entrada a la medina de Fez el-Bali.

Aquí los mapas resultaban completamente inútiles. La medina de Fez es un laberinto compuesto por más de trescientos barrios, medio millón de habitantes y nueve mil callejones en los que de pronto parece que cae la noche, ya que las edificaciones, construidas unas sobre otras, impiden que entre la luz del sol. Después de pasar por algunas de estas calles, encandilados por la luz del día, tropezamos con varios burros de carga frente a la interrogante mirada de sus dueños, que enseguida detectaban nuestra extrañeza. Era un caos precioso que nos hacía sentir que todo estaba en su justo lugar menos nosotros, que no sabíamos dónde estábamos.

Por suerte, el gerente de nuestro hotel vino a buscarnos y de camino al lugar donde pasaríamos las próximas noches nos contó todo lo que necesitábamos saber para hacernos una idea sobre la ciudad. Fez, que en distintos periodos de la historia fue la capital del país, se divide en tres zonas: Fez el-Bali, la más antigua, delimitada por las murallas medievales; Fez el-Jdid, la zona que se encuentra fuera de la muralla, construida quinientos años después; y Villa Nouvelle, la parte más amplia, ubicada al sur, con una imagen mucho más europea, ya que su arquitectura data de los tiempos de la colonia francesa.

Nosotros estábamos en la medina, es decir, en Fez el-Bali. La parte más auténtica de todo el país, ya que se considera el centro cultural y religioso de Marruecos. La medina de Fez es hoy la zona peatonal más grande del planeta y es reconocida, desde 1981, como Patrimonio Mundial de la Humanidad. Lo que no es de extrañar, ya que cruzar el arco azul de Bab Bou Jeloud es hacer un viaje en el tiempo hacia un lugar en el que todavía todo el trabajo es manual. La ciudad se organiza por gremios y no existe ni rastro de lo que nosotros conocemos por urbanismo.

Una vez aquí lo mejor que podíamos hacer era dejarnos llevar, perseguir los olores y los sonidos de una ciudad caótica y en constante movimiento. Guiándonos por el sonido del yunque nos topamos con la plaza Seffarine, donde se concentra la zona dedicada a la calderería. Todo un arte, estruendoso pero fascinante, comprobar que en algún lugar del mundo se sigue desempeñando esta labor a base de fuego y martillo.

Adentrarse en el zoco estimuló nuestros sentidos hasta el máximo exponente. Demasiados sonidos, sabores y aromas. Demasiada gente. Demasiado de todo. Era una imagen barroca y vibrante. Daba la sensación de que allí podías encontrar cualquier cosa. Una cabeza de camello recién cortada nos indicaba dónde estaba la carnicería. Los gatos lamiendo espinas del suelo nos señalaban la pescadería. El color, la frutería. El olor, las especias. Los talleres de tela eran puro color y bruma de hilos flotando en el aire. Aquello es un deleite para los sentidos y para las personalidades aventureras, puesto que nada de lo que encuentras en Fez te resultará conocido o familiar si no eres de allí.

Una de las cosas que más nos llamaron la atención fue la curtiduría de Chouwara, la más extensa de las cuatro que hay en la ciudad. Todo el mundo dice que el olor es pestilente. Yo no sé si mi curiosidad y la fascinación por el arduo trabajo que se realizaba allí bloquearon la sensibilidad de mis fosas nasales, pero no lo recuerdo tan desagradable; si bien es cierto que las tinajas están repletas de tintes naturales, cal y excrementos de paloma, de modo que el olor, como poco, es intenso. En las fosas trabajan las pieles de cordero, de buey, de cabra y de camello, para venderlas luego en forma de bolsos, zapatos y todo tipo de complementos. Subir a alguna de las terrazas de los alrededores es una parada obligatoria. Desde ahí se aprecia el paisaje ocre que define a Marruecos y los colores de ese oficio casi extinto, elementos que nos permitieron grabar en la retina la postal típica de la ciudad.

Según nos contó nuestro anfitrión, muchos estudiantes marroquíes organizan viajes a Fez para conocer las distintas escuelas coránicas que hay en la medina y que son conocidas como madrasas. Nosotros visitamos la de Attarine, cuya belleza nos dejó perplejos y nos recordó indiscutiblemente a la Alhambra de Granada, con la que comparte raíces.

Y es que si la medina puede presumir de algo es de edificios sagrados. Uno de lo más bonitos, sin duda, es la mezquita-mausoleo de Moulay Idriss, un templo dedicado a quien fuera rey de Marruecos y fundador de la ciudad de Fez. Este templo compite directamente en belleza con la mezquita de Karaouine, que le sigue de cerca gracias al cuidado perfecto de los detalles.

La última tarde decidimos dedicarla a admirar la puesta de sol desde la terraza de nuestro hotel, disfrutando de una panorámica perfecta de toda la ciudad. De pronto comenzó a sonar el llamado al rezo. Sin ser practicante de ninguna religión recuerdo ese sonido como algo emocionante. Rebotaba en todas las esquinas de la medina y se te quedaba grabado en la mente. Mientras estaba allí recordé una frase que leí hace tiempo. Era de un místico sufí llamado Bayazid al-bistami y dice: “Eso de lo que hablamos nunca se encuentra buscando; sin embargo, solo los buscadores lo encuentran”. Pensé en Fez, en la medina. Sin buscarlo, sin saber a dónde íbamos, pero ansiosos por conocer nuevos horizontes, encontramos un laberinto lleno de color en el que nos perderíamos mil veces y mil veces estaríamos encantados de hacerlo.