Francisco Javier Torres del Castillo

Hace pocas semanas, tuve el placer de compartir mesa con dos personas muy cautivadoras, ambos varones. El mayor de los tres, es un destacado lector, un señalado empresario, amigo de sus amigos y un potente y enérgico hechicero. Una de esas personas que logra que las cosas ocurran, en definitiva, un gran seductor que obtiene las sonrisas de quienes le acompañan.

Ésta última es su característica principal, un inteligente conversador, que transmite sensaciones potentes a quienes que le acompañan.

El segundo comensal era un hombre más joven, por lo tanto, con menos experiencia y no miento si afirmo que a mi ojos, también menos brillante, aunque muy probablemente por la diferencia de edad. Pero como tantas veces ocurre, tan solo es necesario observar.

Puntual y discreto, con el paso de los minutos emana atractivos vapores, como el vino que tardamos en descorchar. Su color es de una natural sencillez y su puntualidad es esa capa que le abriga y protege para poder esconder y silenciar, ese ego habitualmente difícil de domesticar y en su defecto encerrar.

Un hombre que escucha y conversa, bien acompañado de la palabra humildad. También es de libros, y de números, y como a pocos, la política logró por algún tiempo cubrir y cautivar. Afortunadamente, descubrimos cuando estrechamos su mano a un hombre riguroso, que puede parecer distante, pero que solo es preciso, prudente. Fue mi primera vez.

El tercero, es el redactor de historia.

La conversación era adictiva, sugestiva. Las viandas pasaron a un segundo plano, el vino tampoco fue protagonista. Los ojos fueron quienes acompañaron a los oídos, en este magnético encuentro. El espectáculo que le ofrecíamos a la vista era la pócima inspiradora, el principal incentivo. La referencia de ver las cosas desde otra óptica, desde otro punto de vista, nos pulverizó. Teníamos la posibilidad de disfrutar de un conocido, habitual y sencillo paisaje: una la playa en todo su esplendor, vista desde arriba.

Disfrutábamos de un diálogo espontáneo, disfrutábamos del mar, de la arena, de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria y hasta soñamos en disfrutar próximamente de la vista de la montaña de Vigía, esa que se encuentra en La Isleta.

Y allí salió “el corredor de la muerte”, y permítanme por unos momentos de este vuelo, referirme a él sin el respeto que merece, o quizás el respeto a esas personas que allí estuvieron o que hoy están.

Lo utilizo de la forma socarrona y popular, con la que es rebautizado ese lugar, esa sección, del paseo de Las Canteras.

A la pregunta de por qué ese nombre, la respuesta aparece obvia, fácil. Sus habituales y más numerosos clientes son personas de avanzada edad. Hombres y mujeres que pasean diariamente, como un ritual, hasta que ya no puedan hacerlo, hasta que por ausencia de fuerza, por enfermedad o simplemente porque han dejado de estar con nosotros, dejan de caminar, de pasear.

La segunda respuesta la encontré después, al volver a casa, al volver en avión.

¿Cuál es el sentido? ¿Cuál es la idea que planteo? ¿Son quizás personas desahuciadas, tal vez inconscientes del mundo en el que viven y pierden el tiempo caminando una y otra vez sobre los mismos lugares que lo hicieron ayer?

¿Tal vez son turistas alegres que desean notar el salitre en sus mejillas, como si de maquillaje se tratara al mezclar la arena y el sol que acompaña el paseo?

¿Son ancianos que lo han vivido todo, entremezclados con mujeres de pechos turgentes, con caderas cimbreantes que devuelven energía e ilusión por la vida?

Nada de eso. Por allí corren también jóvenes y no tan jóvenes, algunos de ellos entrenando para ir más rápido la próxima vez, la próxima ocasión. Muchos de ellos llevan ese reloj que le dice, que le habla, y le empuja a correr más que ayer.

A veces muchos nos dejamos llevar por ir deprisa, muchos somos los que vamos corriendo, llevando ese reloj para ir más rápido. Sin parar, sin pensar.

Nos olvidamos de parar y conversar, de aprender, de sentir la compañía, la sabiduría de aquel que ha vivido más. Descubrimos las cosas maravillosas con la edad, con la sabiduría del tiempo, tardamos años en volver a diferenciar lo urgente de lo importante, y desde una visión en altura se aprecian las cosas en perspectiva, como ese peculiar corredor de la muerte…, donde corren aquellos que aun no saben disfrutar del paso, pero otros ni siquiera se acercan a observar.

La muerte llega, el carbón se irá y el petróleo también. Algún banco de referencia ya se fue y dentro algunos años, algunos recordaran su nombre, pero solo unos pocos. Hace también semanas, estibadores, seres privilegiados de una organización gremial que aún perdura, protestan y se ponen en huelga exigiendo mantener esas condiciones casi irracionales.

Una ensalada fresca frente a sofisticados platos, brisa suave de mar frente al caluroso verano continental.

Ahora volamos, aprovechemos esta vista, esta perspectiva, busquemos lo importante, busquemos la esencia de las cosas, y no esperemos a llegar a ese corredor que a todos llega.

Volamos entre estas y otras islas, disfrutamos un particular sol y de una brisa que a veces nos nubla el cielo. Ahora el viento esta de cola, el empleo mejora, las empresas se levantan y volvemos a disfrutar de una sonrisa más fácil, pero el destino está cerca, aprovechemos esta perspectiva, y disfrutemos de tantos momentos maravillosos. Tengamos actitud de sabio aunque aún seamos jóvenes, nuestros corazones siempre lo serán.