Por Galo Martín

Poco sabían los hombres que partieron del puerto fluvial del barrio de Alfama acerca del destino que les depararía el viaje de ultramar. Con ellos viajó el fado, el mismo canto que regresó con aquellas personas que lo hicieron sin fortuna. Este lamento hecho canción es la crónica que entona el infortunio y la saudade (soledad, nostalgia y añoranza) de la desdichada gente de arrabal.

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Entre la sentimental atalaya, orlada por el castillo de San Jorge, y el río Tajo, se desparrama la Alfama. Bastión árabe y judío, aunque su perfil es más morisco que hebreo. El impulso cristiano de las mesnadas medievales de Alfonso I de Portugal tomaron Lisboa allá por el siglo XII. Tras el terremoto de 1755, aquel lugar en el que se suceden palacios e iglesias y hoy recorre el histórico tranvía número 28, fue ocupado por pescadores y frecuentado por marineros y prostitutas, estibadores y rufianes, mendigos y delincuentes, quienes diluían en un chupito de ginja (licor dulce de guindas) la marginalidad y la escasez de su rutina. Desde el mirador de Santa Lucía, además de contemplar la capital lusa, se aprecia que, por nacer en contextos populares, el fado no hizo buenas migas con la intelectualidad portuguesa. Con el paso del tiempo ese rechazo se convirtió en interés, respeto, aceptación, hasta el punto de disfrutarlo y valorarlo como patrimonio cultural del país. Dese una vuelta por el Museo del Fado, un espacio que recopila esa historia emocional de la que está hecha esta música que acabó siendo declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco.

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Este canto triste, pero no infeliz, antiguo, pero no anticuado, oscuro, gris, se puede sentir en las casas de fado. Las hay en la propia Alfama, pero también en el Barrio Alto. En el restaurante O Forcado y en otros muchos se puede escuchar esa música que adopta la forma de un llanto que habla de lo dura y traicionera que es la vida y de los amores truncados, esos que nunca dejan de escocer. En la olvidada Mouraria, donde la ropa tendida decora las fachadas desvencijadas y se dice que Severa, para atraer clientes, entonaba melodías inundadas de nostalgia, parece que el fado germinó. El caso es que su origen es un misterio todavía.

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El fado embellece la tristeza, el dolor de la despedida, de la ausencia y la pesadumbre del incierto regreso, que si se produce narra historias desafortunadas embriagadas de saudade que saben a sal. El fado es el cemento que agarra la decadente belleza que arrastra Lisboa. Una ciudad que mira al mar. Que le llora. Y le canta.