Aranzazu del Castillo Figueruelo

           Si buscamos en el diccionario de la Real Academia Española la palabra “chantaje” encontraremos que este nos dirige inmediatamente al vocablo “extorsión”, esto es, la acción de ejercer presión sobre alguien mediante amenazas para obligarlo a actuar de una determinada manera y obtener así dinero u otro beneficio.

A menudo, asociamos este maquiavélico acto con personas de características concretas. No obstante, todos, sin excepción, somos susceptibles de usarlo como estrategia si se dan las condiciones adecuadas (p. ej., situaciones de estrés). De hecho, hay una etapa evolutiva -la niñez- en la que la mayoría de nosotros somos expertos en técnicas de manipulación y chantaje emocional.

Además de amenazas, el chantaje emocional se vale de otras muchas estratagemas para obtener de su víctima lo que quiera que se desee (el castigo, el autocastigo, la actitud victimista, los silencios, etc.). Todas ellas tienen en común que ejercen una coerción indirecta sobre la persona, instaurando en ella un sentimiento de miedo o culpa del que solo se puede librar si cede al chantaje. La mayoría de las veces la víctima acabará acatando lo que se le pide por esto y no tanto porque los argumentos le hayan hecho cambiar de parecer.

El chantajista se mueve entre dos estilos de comunicación diferentes: el sumiso y el agresivo. Su lenguaje está cargado de ambigüedades, mensajes con dobles sentidos y verdades a medias. Pretenden que seas tú quien adivine lo que quieren y/o necesitan, de manera que su exigencia queda de algún modo camuflada. Además, su lenguaje no verbal a menudo es incongruente con lo que están diciendo (p.ej., verbalmente expresan aceptación, pero corporalmente enfado). Para ellos el fin justifica los medios, y en ese momento, tú eres el instrumento para conseguirlo. Este estilo de comunicación está tan integrado en algunas personas que apenas son conscientes de que están empleando la manipulación en sus interacciones.

Esta forma de funcionar podría tener su origen en una baja autoestima, junto con miedos a perder algo y/o alguien, miedo a ser rechazado o miedo a dejar de tener poder o cambiar. También puede ser fruto de un aprendizaje a través de la observación de modelos familiares. Sería el caso, por ejemplo, de niños cuyos padres utilizan el chantaje para relacionarse, pero también de aquellos a los que les han consentido todo. Estos niños sobreprotegidos no entienden un “no” como respuesta, de manera que tienden a exigir a los demás, en lugar de pedir sabiendo que el otro puede negarse.

La manipulación y el chantaje emocional están tan integrados en las relaciones sociales que a veces resulta difícil detectarlos. ¿Qué podemos hacer si nos encontramos con un chantajista emocional?

Lo primero es detectar y tomar consciencia de que estamos siendo víctimas de chantaje emocional. Como decía, no siempre es fácil, porque está muy integrado en las interacciones y porque su esencia es precisamente la sutileza. Para ayudarnos, podemos emplear las emociones que sentimos cuando interactuamos con una persona. Emociones como miedo, culpa o agobio pueden ser señales claras de que estamos siendo víctimas de manipulación.

Una vez detectada la situación lo mejor es detener la respuesta, es decir, no responder reactivamente al ataque. Lo que los expertos aconsejan es que tomemos distancia para entrar en contacto con nuestras emociones (culpa, miedo, etc.) y hacer un ejercicio de autoanálisis (¿Qué temo que pase si no cedo? ¿…Que me rechace? ¿…Que me humille? ¿…Que me abandone? ¿Me interesa mantener una relación de este tipo?).

Además, lo mejor es abandonar el propósito de cambiar a la otra persona. En lugar de verlo como un ataque en sí mismo es preferible contemplarlo como un déficit de la otra persona. Actúa de esa manera porque es la única forma que conoce de hacerlo y así ha funcionado durante mucho tiempo. Por otro lado -y aunque duela-, debemos asumir nuestra parte de responsabilidad en el asunto. No hay chantaje si no hay uno que se deje chantajear.

Un último paso, quizá el más difícil, consiste en dialogar con la otra persona sobre la situación problemática. Esto implica hacer explícito el juego de la manipulación (“Por un lado me dices… pero por otro parece que/tengo la sensación de…”), expresar sentimientos y necesidades propias y preguntar por los de la otra persona. Una vez hecho esto, lo mejor es focalizarse en la búsqueda de soluciones con actitud de equipo y no tanto en la búsqueda de culpables.