Por  Virginia Brito García

Apenas quedaban unas horas para partir. La dura situación laboral me había obligado a emigrar, y había decidido que mi último día en Gran Canaria consistiría en plasmar en mis retinas y en mis pupilas lo que me hacía amar tanto a mi tierra.

De modo que allí estaba, sentada al borde de un acantilado en pleno Tamadaba, con un bocadillo de chorizo de Teror en una mano y una cerveza Heineken en la otra. Miré a la derecha y vi a mis padres riéndose con complicidad mientras compartían un vaso de vino tinto de Santa Brígida y unas papas arrugadas con mojo picón. Luego apoyé la cabeza en el hombro del que sería siempre mi compañero de viajes y de vida, y cerré los ojos, grabando para siempre aquel momento.

Repleta de esa energía positiva me levanté, y mientras una lágrima bajaba por mi rostro susurré: Ya estoy preparada.