Por Álvaro Morales

Fotografías por José Chiyah Álvarez

En una isla playa, en una verdadera joya para el turismo de sol, océano, arena dorada, viento y tranquilidad como representa Fuerteventura, la zona de barlovento es otra cosa. Ajena por completo al modelo turístico moderado o masivo, Cofete parece casi un salto en el tiempo, una vuelta atrás, a etapas en las que la fuerza de la naturaleza (geológica o marítima) aplacaba, imponía… impresionaba. Una gigantesca playa de fina arena casi blanca, con un mar imponente, una cordillera cuan frontera de dos mundos y la sensación de virginidad telúrica real esperan tras 18 kilómetros de excursión por la Península de Jandía.    

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Algunos majoreros, entre la fábula y la autoafirmación, aseguran que, en bajamar, su isla es mayor que Tenerife por todos los metros, casi los kilómetros que le ganan al Atlántico. Las características de su litoral, en buena parte más plano que el resto de Archipiélago y con infinidad de playas de interminable arena dorada y hasta blanca, facilitan esa sensación, y más cuando las mareas ayudan con sus calmas permanentes, sobre todo en la franja oriental. Sin embargo, en la occidental y en la bota que aparenta la península de Jandía, existe un lugar que, aparte de contribuir a ese mito, supone un paréntesis visual y telúrico de una isla cada vez más turística y en continuo desarrollo desde hace décadas. La llamada playa de Cofete, en la zona de barlovento, culmina una excursión espectacular de unos 18 kilómetros y traslada a uno a otra etapa, como si el tiempo se hubiera parado y solo imperara la fuerza del océano y la soledad de 8 kilómetros de impresionante playa virgen, salvaje, inmensa… Impactante e inolvidable.

Cofete es especial incluso por su vía de acceso. Para adentrarse en esta aventura, se debe llegar hasta la zona del puerto de Morro Jable, en el municipio de Pájara, y tomar la pista de tierra que, a la derecha, lleva a la punta de la Península de Jandía. Desde aquí, las vistas comienzan a impactar por la combinación de ocres con algunas montañas medianas y el inmenso e intenso azul oceánico. Tras 11 kilómetros, un enlace a la derecha de 1,5 sube hasta la montaña de Moro (de 230 metros de altura) y, a la derecha, ya se despliegan las increíbles vistas de la playa, que casi se confunden con el horizonte por su extensión. Cinco kilómetros de bajada por una pista por la que conviene no acelerar mucho por el efecto del viento, que incrementa los pequeños baches, solo aumentan las ganas de llegar a lo que, a cada metro, se muestra más como un lugar diferente, aislado, auténtico: único. La impresionante cordillera que divide la península en dos se agiganta a la derecha, mientras nos adentramos en un pequeño poblado que cuenta con restaurante. Desde aquí, otro kilómetro hasta los dispersos aparcamientos y la inmensidad de la arena. Eso sí, existe la opción, a la derecha, de acercarse a la célebre casa de los Winter, construcción al pie de la ladera y repleta de mitos sobre su uso (o no) durante la II Guerra Mundial por los nazis que supuestamente arribaban a la playa en submarinos. Mientras, la contundente cala, con su perpetua sonoridad oceánica, se despliega a la izquierda y hacia adelante con sus enormes dimensiones.

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La fuerza del oleaje y las peligrosas corrientes, habituales todo el año, aconsejan extremar el cuidado al bañarse (aparte de que no hay socorristas), pero, al mismo tiempo, no sumergirse (al menos en la orilla) en este espectacular cachito de Atlántico es un pecado, con sumo respeto y precaución, pero un pecado. Aunque está prohibido atravesar los 8 kilómetros de playa con coches particulares sin licencia del Cabildo (la multa es de 3.000 euros, ojo), algunas huellas de quads, de 4×4 oficiales o de algún vecino con permiso evidencian el increíble tamaño de la cala en su ancho y largo. De hecho, pasear desde el comienzo hasta su final es un verdadero placer, pero requiere paciencia, estar en forma o simplemente ganas de disfrutar de la brisa, de un paisaje que obliga a sacar la cámara o usar el móvil más de lo previsto y sentir intensamente la sensación de libertad y soledad a la que muchas veces se apela, pero no siempre resulta real.

La falta de alternativas para comer, ya que el restaurante no siempre está abierto, aconseja aprovisionarse de víveres si se desea pasar un día entero. Las dimensiones de la playa hacen que, aunque haya gente, parezca casi desierta siempre, aparte de que casi nunca hay muchos usuarios. En su mayoría, suelen ser turistas que no resisten la tentación de una excursión tan recomendada, con espectaculares puestas de sol porque el astro rey se esconde precisamente por ahí en buena parte del año. Dado que la peligrosidad de las corrientes es homogénea en los 8 kilómetros, importa poco donde se intente dar el remojón, aunque hay zonas, por momentos, más tranquilas junto al roque que sirve de división de la cala en su parte final.

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A unos 3 kilómetro caminando desde el aparcamiento, se divisan hacia la ladera unos corrales de uno de los habituales de la zona, que demuestra su destreza con su vehículo ante el alto riesgo de que se entierren las ruedas por la blandura de la arena (conviene rebajar el aire de las ruedas). Por lo demás, los 8 kilómetros muestran, a veces, restos de plásticos traídos por las mareas, pero la arena es tan virgen y limpia que resulta muy tentadora para tostarse al sol casi en cualquier sitio. Un sol que, eso sí, a veces queda cubierto por la masa de nubes que traen los alisios y se frenan en la ladera (cuan panza de burro del Valle orotavense), pero que suele imperar casi todo el año y que, en tal caso, va y viene con asiduidad en los días con algunas nubes. Hasta el pequeño cementerio ubicado junto al poblado le da un aire diferente y especial.

Cofete, en definitiva, no es solo una visita a una playa por ansias de baño, es muchísimo más: una experiencia, una imprescindible excursión, si se quiere conocer uno más de los múltiples rincones que enriquecen las Islas como crisol de contrastes, de mini paraísos no siempre valorados y difundidos. Sin duda, una razón más para coger rumbo a una inmensa isla playa que, según algunos majoreros, es la más grande de las Canarias con marea vacía. A comprobarlo.