Por Álvaro Morales

Fotografías por José Chiyah Álvarez

El principal núcleo de La Graciosa casi parece frenético en comparación con el resto de encantos naturales de una isla maravillosa y sorprendente. Sin embargo, y a medida que la estancia se prolonga, su muelle, su coqueta y familiar playa, sus vistas, calles de arena casi sacadas del Oeste americano, su oferta gastronómica y su ambiente cordial, refuerzan la sensación de que el tiempo se ha detenido sin necesidad de prescindir de servicios básicos. La vida es otra en este rincón del Atlántico bañado por un mar en calma que se llama río por algo.   

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No es la mejor playa de la octava isla, pero qué sitio. Ni remata agradables excursiones a pie o en bici ni es la más espectacular, grande, aislada o paradisíaca. Sin embargo, resultará casi imposible que en su estancia en La Graciosa no se bañe en este lugar, que no disfrute de él, al menos. Caleta de Sebo es especial. Quizás esa conclusión se debe al trayecto en barco desde Órzola, en el Norte de Lanzarote, otro lugar también entrañable. Se trata de 20 minutos, pero, desde que se pasa el roque con el faro de esta punta de la isla conejera y se vislumbra en su totalidad esa franja de la apetitosa Isla, el pueblito que comienza a distinguirse cada vez más con sus simbólicas casitas blancas, la mayoría de una única planta, y su ausencia absoluta de asfalto transportan a otro tiempo. Se ve movimiento, gente en el pequeño puerto, algún barco pesquero faenando, ferrys de escasas dimensiones haciendo la misma ruta pero regresando y, no obstante, el tiempo parece detenido, como que se ralentiza.

La única forma de llegar a La Graciosa y nunca con coche propio, ya que solo se permiten en la Isla los ya míticos 4×4 a alquilar, aparte, por supuesto, de las bicis que se quiera, la única manera es mediante esos ferrys de diversas compañías, cuyos pasajes se pueden comprar sin mucho apuro de horarios o disponibilidad en Órzola poco antes. Es en ese breve trayecto cuando se afianza la convicción de que en ese pueblito que se ve cada vez más nítido, en esa pequeña playa en la que juegan niños y los mayores parecen relajados, seguros, en desconexión, en la única zona con casas (salvo otro poblado aún más pequeño a la derecha) de un Archipiélago Chinijo tan imprescindible como desconocido, uno lo va a pasar muy bien. Sin duda.

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Resulta inevitable que en esa travesía por el llamado Mar de las Calmas no pare de usar las cámaras, de fotos o videos, o cualquier móvil para inmortalizar unas vistas que, de por sí, parecen inmortales. Para empezar, la franja que se deja atrás, la del norte de Lanzarote, ya merece darle a los botoncitos o a las pantallas digitales por el entrañable puerto de Órzola, su característico poblado marinero y bahía, y sus muchos restaurantes por la constante presencia de turistas. Además, y a la izquierda, se distinguen los espectaculares caletones de arena blanca en contraste con la lava de intenso negro, mientras que, a la derecha, parte de la imponente cordillera de Famara, la más elevada de la Isla con la visible presencia de la playa de Atrás o La Cantería, la más al norte, muy cercana a Órzola, de fina arena y habitual oleaje, lo que la ha convertido en referente para los surferos de La Graciosa o los que van expresamente a eso.

Una vez atravesada la punta con el citado roque y faro, la cordillera de Famara se hace aún mucho más espectacular. En la parte alta se puede disfrutar del célebre Mirador del Rio, obra, cómo no, del inmortal César Manrique, desde donde las vistas del Archipiélago Chinijo alegran la vida y casi abruman por su belleza. Además, el imponente acantilado se suaviza abajo con los baños de un mar en calma que podría llamarse perfectamente así, como el de El Hierro, si bien lo de río es igual de descriptivo. Además, playas de fina arena como la del Bajo Risco dan casi ganas de lanzarse del barco y llegar a ellas a nado. La travesía, en definitiva, es un lujo. Además, se hace a través de una de las reservas marinas más ricas de Canarias, lo que garantiza la degustación de buen pescado del lugar en los restaurantes de Caleta de Sebo con artes tradicionales de pesca.

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Ya casi en el coqueto puerto de La Graciosa, normalmente tras un viaje placentero y sin mucho movimiento, la sensación de parálisis del tiempo se confirma. Aunque suele haber barcos, pequeños veleros, yates y demás, si bien nunca de grandes dimensiones, el ritmo del día a día en este muelle es bajo en comparación con otros muchos. La playa de Caleta de Sebo está justo al lado y su limpieza, sus cristalinas y tranquilas aguas, el sol casi asegurado todo el año y las ganas de disfrutar de verdad casi te quitan la ropa y te empujan al Atlántico de inmediato. Alrededor, trabajadores de los alquileres de jeeps, bicis, de los restaurantes, apartamentos o pensiones hacen su labor, aunque conviene avisar que resulta difícil conseguir habitación si no se reserva antes.

Los restaurantes se despliegan desde el mismo muelle y en la trasera de la playa. Lo hacen por calles de arena que parecen llevarte al lejano Oeste, solo que sin la más mínima violencia. Eso sí, lo duelos al sol pueden transformarse en espléndidas excursiones bajo el astro rey hacia el resto de playas de La Graciosa en 4×4, bicicleta o simplemente a pie. Unas joyas que sorprenden y que responden a nombres como la de La Cocina, del Salado, Francesa (genuina, coqueta e inolvidable), La Laja, Lambra, Del Salado y, sobre todo, de Las Conchas, ineludible meta, la cala más alejada, de mar peligroso habitualmente, pero remanso de paz en fina arena blanca y con la imponente presencia del islote de Alegranza, Montaña Clara o Roque del Infierno. De lujo. Un manjar natural y visual.

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Si se hacen estas excursiones, volver a Caleta de Sebo parece casi regresar a la sociedad y el frenesí, pero no. Aunque, por supuesto, ahí se concentra el ambiente, la población (de unas 660 personas de media al año) y la actividad económica, pronto se descubre también que aquello es otra cosa, otro ritmo, otra vida. Pese a sus pequeñas dimensiones, la playa de Caleta de Sebo refuerza esa conclusión. Su condición de familiar y su centralidad pueden alejar en parte a los más solitarios, aventureros y naturalistas, pero, si la estancia se prolonga, los baños comenzarán también a multiplicarse: baños de agua y de sol en su inevitable arena rubia, con ribetes blanquecinos.  

Sin duda, un maravilloso rincón del Atlántico que le encandilará, le dejará huella y marcará un antes y después en sus viajes, pues resulta casi imposible no reconciliarse con la existencia ahí. Y a solo 20 minutos de otra isla inevitable en cualquier vida.